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El castigo (doble) de Matías Bize

Hace cinco años, aproximadamente en estas fechas, en las salas de cine podíamos ver una de las películas más implacables -si fuera posible hacer una escala- de Andréi Zviáguintsev: Sin amor. El hijo de una pareja instalada en la superficialidad y el egoísmo desaparecía al llegar a sus oídos la nula voluntad de ninguno de sus padres de quedarse con su custodia al llegar la separación, y esa búsqueda centraba la mayor parte de la trama, al servir al director para ahondar en la personalidad de aquel matrimonio y en lo que sus comportamientos tenían de síntoma social.

Resulta inevitable acordarse de aquel trabajo mientras vemos El castigo de Matías Bize (La memoria del agua, La vida de los peces), aunque los perfiles de sus protagonistas no ejerzan esa misma frialdad o sean víctimas de ella: los 85 minutos del metraje corresponden por entero a las pesquisas para encontrar a un pequeño de siete años en el bosque y nos permitirán adentrarnos en la psicología íntima de esta familia, con el grado suficiente de profundidad y matices para que seguramente el espectador cambie su percepción de los personajes al menos un par de veces -y los mimbres suficientes de thriller como para que lleguemos a plantearnos si el crío aparecerá realmente y qué consecuencias, no solo personales, tendrá este episodio para sus padres.

Cuatro únicos personajes (padres y agentes implicados en la búsqueda), un solo plano secuencia, un único escenario (un bosque pegado a una carretera) y un tiempo muy limitado que prácticamente coincide con el de la película, y que corre en contra del propósito de hallar al niño antes de que anochezca, sirven al director chileno para situar a una familia corriente en el contexto de tensión necesaria para que las heridas de los tres dejen de ocultarse; en las convenientes circunstancias en las que puede que nada tenga vuelta atrás son menos las razones para guardar las formas, para callar lo inconveniente.

El castigo, pese a su brevedad, podría estructurarse claramente en dos partes: una primera en la que el espectador solo puede aproximarse a una visión sesgada de esta familia, apreciando un comportamiento aparentemente desequilibrado de Ana, la madre del niño desaparecido (Antonia Zegers) y uno mucho más calmado y paciente en su padre (Néstor Cantillana); y una segunda, más cercana a la conclusión, en la que conocemos las circunstancias en las que Lucas, su hijo, decidió esconderse; los esfuerzos de Ana por perseverar en su educación pese a muchas dificultades y el cariño -más breve en tiempo, menos dedicado y por eso más placentero- que le dedica su padre.

Es una sentencia difícil de olvidar de Zegers (Una parte de mí quiere que mi hijo no aparezca) la que abrirá una caja de Pandora en la que, con la lucidez de quien lleva mucho tiempo rumiando lo que por fin expresa, su personaje tira de un hilo casi infinito, o despliega un espejo en el que tantos encontrarán alguna razón para mirarse: se atreve a afirmar que su maternidad no fue deseada ni es feliz, que ello no implica que no conceda al niño la mayor dedicación -puede que, con más razón, se vuelque del todo en sus necesidades múltiples, como chaval de carácter especialmente complicado-, y también que es consciente de que, desde la llegada de Lucas, su relación matrimonial y sus deseos laborales se han pulverizado. Para culminar su osadía, manifiesta que es muy posible de que, a ese nudo gordiano, muy probablemente no se le pueden encontrar culpables; y hace que podamos sentirnos justamente así, culpables, por haber juzgado demasiado pronto y demasiado mal -como los agentes encargados de peinar el monte- en el inicio de esta película en la que, sin querer, nadie dentro ni fuera de la pantalla lo está haciendo del todo bien y todos los errores, aún involuntarios, son castigados.

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