Galería Antai

Relatos de invierno

Juan Andrés Milanés es un caso excepcional dentro de las narrativas del arte cubano que se organizan en el contexto de una diáspora cada vez más expandida. Su obra ha alcanzado sorprendentes niveles de realización en los ámbitos de lo conceptual y de lo morfológico. Es, en puridad, un artista de pensamiento fino cuyo rigor en la prefiguración de las ideas y en su consumación objetual, le lleva a una obsesión desde todo punto de vista confesable. Su propuesta es, sin discusión ni equívoco, una de las mejores alternativas al establishment del arte cubano que tantas veces se revaloriza a sí mismo. Uno de los rasgos fundamentales de su trabajo que me hacen apreciarle con soberana devoción es el poder advertir cómo la belleza y la inteligencia de la dramaturgia que se condensa en sus piezas provocan un giro de tuerca en la historia consiguiendo así una gran parábola en defensa de las voces de los otros. El artista ha sido y es “el otro”, ha vivido en primera persona las desavenencias de las narrativas oficiales y el peso de la diferencia cuando esta es entendida desde el prejuicio desfavorable. Hay pasaportes que no se pierden nunca y hay cierto viaje sin retorno que esculpe y fijan, para siempre, la musculatura de nuestra subjetividad escindida. Creo que la gran pregunta de su actual exposición en Galleri Kunstnerforbundet, en Oslo, bajo el hermoso título “No lo escribas en el hielo”, sería qué implica tener o no tener voz, qué consecuencias revisten el silencio y la desidia, hasta dónde la externalización de un drama conlleva a su sanación, es posible sepultar a nuestros verdugos…

Vista de la exposición “No lo escribas en el hielo” de Juan Andrés Milanés

Cuando el ser humano abandona su narcisismo sistémico y renuncia a la cobardía y al reclamo de culpables ajenos, entonces, y solo entonces, se preocupa (y se ocupa) de las circunstancias del otro. Milanés ejecuta un tipo de obra que bien podría leerse o comprenderse como un compendio dramático de las narraciones violentas de los otros. La violencia no tiene un rostro, sino muchos, la violencia es una acción, un gesto, una proyección que actúa sobre la gramática de los cuerpos ajenos y sobre los espacios sagrados de la subjetividad. Comprendemos la violencia cuando aceptamos que no somos la causa de su acción virulenta, sino la víctima última de sus efectos. El maltratador, el violador, el humillador, el verdugo no acepta la responsabilidad de sus actos; por el contrario, transfiere su responsabilidad a la víctima, la culpabiliza, la hace incluso meritoria de la vejación y del control ejercido sobre ella. Tal vez por ello tantas personas objeto de la violencia optan por el silencio, gestionan una extraña relación con la verdad de los hechos que a ratos conduce a la exculpación del verdugo. La sociedad, con independencia de sus dispositivos de ayuda, ha sido muchas veces la responsable inmediata de la asunción del silencio y de la culpa. Los medios vulgarizan las noticias, se reportan despiadados en el uso de la verdad y pervierten el dolor del otro convertido en índice de audiencia.

Vista de la exposición “No lo escribas en el hielo” de Juan Andrés Milanés

El arte, en cambio, se revela como un espacio especulativo que acoge y multiplica las realidades ajenas sin el beneficio del rédito mediático, aunque también existen casos en los que la narración estética ha sabido hacer fortuna con el dolor del otro. La euforia del denominado arte político supo jugar muy bien con ello. La escena del arte contemporáneo se vio asistida de infinitas “puestas en escenas” de la otredad en situaciones dramáticas de diferente tono y color. Quedando pocas opciones de fuga frente a ese panorama regido por lo que en su momento llamé “expoliación de la otredad”, se produjo una enorme cantidad de exposiciones en el contexto institucional del arte que no iban más allá de la burda instrumentalización ideológica de los lugares de enunciación ajenos. Ninguna producción cultural o de sentido es ingenua, por lo que cada gesto que resulta de una elaboración cultural consciente es susceptible de convertirse en instrumento ideológico con miras al control o la persuasión progresiva. Habría que asumir siempre una posición desconfiada e intelectualmente crítica frente a todo tipo de discurso que enarbole la benevolencia por sobre cualquier actitud que no implique una convicción profunda. No interesa tanto que se hable de un tema sino el modo cómo se habla de este y la relación que se establece con el mismo.

© Juan Andrés Milanés

Es en este sentido, creo, donde reside la singularidad del proceso creativo de Milanés dado que, en su caso, el artista es sujeto de producción, pero también es sujeto de pertenencia; es decir, él es consciente de ser parte de esas historias que escucha y que luego cuenta a través de un artefacto perversamente minimalista y barroco al mismo tiempo. De tal suerte las historias adquieren, en sus manos, otro sentido muy distinto. El relato de la violencia sobre los cuerpos de los otros se dignifica mediante lo que pudiera entenderse como un acto de justicia poética en el que las víctimas “regalan” sus historias para ser traducidas en objeto-arte. Es un modo otro de reclamar la atención de una sociedad que vive presa de la anemia afectiva y de la esterilidad del compromiso. Y es aquí donde, también, se localiza una de las virtudes de este trabajo y que tiene que ver con la sustantivación e importancia del lugar de la escucha.

© Juan Andrés Milanés

En la sociedad de la comunicación y del consumo habita una gran sordera. La sobresaturación genera indiferencia y pura desidia. Aprovechando este margen de vulnerabilidad del sistema, el artista revaloriza el rol de la escucha como manifestación de respeto y de estima. El acto de la escucha, la propia performatividad que extraña esa acción paciente y expectante, se convierte así en gesto de agradecimiento y de complicidad por parte de Milanés. Toda confesión conlleva una gran responsabilidad que se resume en otra pregunta ¿qué hacer con esta información? Milanés lo tiene claro. Y esa claridad le asiste al saber escoger, con rigor meridiano, su lugar de enunciación. Por ello no asume el poder de un editor o de un traductor, tampoco el de un emisor de juicios de valor que dicta sentencia; en su defecto, se convierte en un mediador entre el sujeto de la violencia, el relato de ese episodio violento y la socialización de este último en el espacio artístico, en el tejido hermenéutico de la obra de arte.

© Juan Andrés Milanés

Hablamos de un trabajo de meses, incluso de años. Hablamos de una exposición en “presente continuo” que crece e incorpora nuevas historias en cada entrega. En cada una de ellas el artista conoce a las personas, estrecha relación con ellas, se hace cómplice del relato y escogen -entre ambos- un objeto cotidiano con el que metafóricamente se identifica la persona y que de alguna forma sirve de soporte de la narración. Prevalece, en todos los casos, una adopción de estilo y de vocabulario común, sin que ello implique una homogenización de los signos y las diferencias de cada hecho. Cada historia comprende un mundo e involucra a muchas personas, pero Milanés condensa el horizonte expandido de cada relato en la consumación expedita de un objeto que termina siendo parte de una gran familia. Se trata de una vindicación elegante y en extremo pulcra de todas esas miserias humanas que se expresan a través de la violencia. Puede que no observemos los cuerpos, los órganos, los golpes, las vejaciones y la humillación empoderada en la descripción palmaria y morbosa de los detalles, pero lo que sí se puede advertir es el nervio de sangre y la honestidad muscular que atraviesa el centro neurálgico de cada uno de estos objetos.

© Juan Andrés Milanés

El resultado es un encuentro coral en el que los objetos hablan. No se trata, ahora, de una metáfora; sino de una evidencia tangible. Cada objeto contiene la historia grabada en su mismo cuerpo. La obsesión de Milanés llega a puntos bastante sorprendentes como el de asegurar el tiempo del habla para cada artefacto. No basta con conocer la historia y disponer de ella a los efectos de construcción de un objeto alegórico que funcione en el contexto artístico. A él le interesa que estas historias puedan preservarse de alguna manera. Es importante, según explica, que estos testimonios sirvan a otras personas que igualmente sufren de la violencia en cualquiera de sus expresiones y formas. Podría decirse que este artista gestiona, en calidad de administrador omnisciente, un gran archivo de historias violentas. Cada relato es grabado y transferido más tarde a un soporte ya clásico y en desuso, lo que garantiza, en el orden de los significados, un amplio ramillete de lecturas insinuantes. Se trata del disco de vinilo​ de toda la vida (también conocido como disco microsurco o simplemente como microsurco o vinilo). Este es un espacio/medio de almacenamiento analógico de señales sonoras, caracterizado por utilizar como material un plástico denominado policloruro de vinilo, del que recibe el nombre. Es precisamente este el soporte que emplea Milanés para dejar constancia de esas voces. Pero la obsesión de la que hablamos al principio no se reduce solo a la construcción y la articulación de estos objetos con los que el sujeto traba una extraña relación de identificación afectiva-conflictiva. La fluidez de su empeño llega mucho más lejos. El artista llegó a construir una suerte de tocadiscos enorme que mide 200 x 180 x 120 cm, en el que se pueden escuchar estos objetos.

Es admirable que un hombre como Milanés, que vive lejos, muy lejos de donde nació, casi enterrado en el hielo noruego, sea capas de disponer estas piezas extraordinarias que permiten, sin lugar a dudas, escribir otra historia (posible) del arte cubano. Su esfuerzo artístico es realmente titánico, como lo es la grandeza de las ideas y la fuerza de los motivos que le conducen a asumir una posición de resistencia. Su tenacidad, su audacia y su disciplina, le han granjeado el respeto y la estimación de lo mejor de la crítica del país en el que vive. Queda, entonces, por incendiar los relatos restrictivos sobre el arte cubano para ubicar la obra de artistas de esta en-verga-dura en el contexto de esas nuevas historiografías que están por escribirse. Hay que relativizar el orden de las cartografías y de las pertenencias en favor de otras disposiciones que devuelvan el interés y la confianza al arte y a los artistas cubano en cualquier parte del mundo.

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